Avenidas hipercinéticas, callejuelas abúlicas

Hola con todos.


Al principio pensé que era una cuestión de estado físico, que yo estaba en mi punto y que era capaz de comerme dos kilómetros en 13 minutos, que me estaba desbordando un estado muscular óptimo. 
Después noté que todos quienes caminaban a mi lado tienen un estado óptimo de su capacidad muscular, venerables representantes de la tercera edad seguían el ritmo de mis pasos, largos de por sí. Poco a poco se desinfló la sensación de que, por arte del cambio de continente, era ya un iron man, un absoluto Mazinger Z con leves toques de tunnig llamingo, en posesión de la secretísima fórmula del superhombre.
Caminaba rapidísimo, como si siguiera una terapia de rehabilitación o como si fuera atrasado al baño, iba tirando piernas sin piedad. Intenté detenerme. Lo logré a penas: apenas pude pararme en el resquicio de dos edificios que acumulan alguna basura y que ninguna otra persona se atrevería usarlo de tambo. Pero, era imprescindible ver con mirada quieta una vida que pasaba desbocada.
Tampoco se logra una visión objetiva en los semáforos: 30, 45, 57 segundos detenidos todos frente a la luz roja poseídos del nervio de los potros en la partida del Epsom Derby, con los músculos al borde de la explosión y el aliento retenido en la tráquea, hasta que la luz verde provoque  una exhalación comunitaria y reinicie el hipercinético movimiento de la modernidad.
En la avenida Gaien nishi dori y en cualquiera de varios carriles y en todos los espacios donde Tokyo es la capital de la tercera economía más grande del mundo el movimiento es superrevolucionado. En esos escasos momentos en los que los semáforos están en rojo y la mayoría de gente voló tras la primera entrada a una estación de metro, caigo en cuenta que llevo un ritmo aceleradísimo. Trato de bajarlo, de caminar el mundo sin pausa pero sin prisa, y pasa por mi lado un Maserati, cuyo motor suena como los ronquidos del mismo Godzila y cuando termino de fascinarme por semejante pendejada noto que nuevamente aumenté el ritmo y que he vuelto a caminar en tercera forzado.
Entonces, cuando encuentro una esquina en la que desemboca una callejuela donde alcanza al milímetro un vehículo, allá entro. Sé que luego de caminar 20 metros encontraré edificios de dos plantas adornados con macetas, probablemente un jardín, a lo mejor un pequeño templo, sé que habré entrado a todos los espacios donde Tokyo es una ciudad profundamente tradicional y silenciosa. Y quieta. Todavía con las piernas recalentadas y el cerebro humeante, se logra distinguir a una anciana que empuja su carro de compras, con la espalda encorvada y la dignidad de un guerrero; una mujer conduce su bicicleta que tiene los asientos para los niños ocupados adelante y atrás; un hombre de cuyo hombro cuelga una cartera de la que saca la cabeza un pequeño perro, un mirón obsesivo de las rutas de su amo; un pequeño furgón que ha abierto las puertas y vende verduras y muy cerca una caminoneta que tiene instalado en el balde un horno de leña en donde se asan papas; un monje que pide dinero para la manutención de la comunidad; una konbini (micromercado) donde el propietario hace una venia de un respeto ilimitado al cliente; la vida, de pronto, se pone en neutro, abúlica, hasta rural.
Ay, Tokyo, ¿qué hago ahora contigo?

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