Cima y sima del pudor de un llamingo

Entonces, como les iba contando...


Todo fue muy rápido. Después de almorzar nos dijeron que todo estaba listo, debíamos viajar 20 minutos desde Nagatoro, donde navegamos en un río de aguas transparentes como una gota de lluvia, ascendimos montañas bajas pero igual obesas.
Entramos por una carretera flaca, entre otras tantos cerros gordos, nos metimos tanto por las quebradas que se perdió la señal de celular; eso en uno de los países con mayor conectividad del mundo fue un llamado de atención. Montaña adentro, a lo profundo.
Onsen. Había oído hablar de aquello pero de pronto lo tuve en frente. Onsen. 温泉. Dícese de los baños termales públicos. Públicos porque no son clubes privados sino abiertos a quien pueda pagarlos. Para quien tuviera ¥ 1.200 en el bolsillo. Una billetera con 15 dólares para tres horas de uso y dos toallas incluidas.
Y bien, mi guía fue Javier, quien ha vivido como siete años en el Japón.
Onsen es el sitio donde los japoneses van a relajarse y a cumplir el ritual de la limpieza, es además el lugar en el cual desaparecen casi por completo los rangos, la posición económica, los laureles intelectuales o las medallas de la farándula. Todos son hueso y pellejo. Los autos bonitos se quedan afuera, los PhD se evaporan como el agua que brota de las entrañas de la ardorosa madre tierra.
Y bueno, los chicos a la izquierda y las chicas a la derecha. ¿Problemas de género?, me pregunté. No. Javier no me respondió, me dirigió a lo vestidores, en segundos se quitó la ropa y se puso al nivel del resto. Unos 30 tipos desnudos, lluchos, piluchos, calatos, desvestidos, adanes, en pelotas. Por eso se separan los niños de las niñas, porque pasada la puerta del destino la ropa es una categoría retórica. Y ya. A caminar con timidez con el maíz jugando al péndulo sin Foucault.
¡Mierda!, ¿y ahora qué hago con el pudor inculcado por mamita, el padre Acosta del colegio San Gabriel, monseñor Arregui desde el PSC y la tía Gracielita? ¿Qué hago ahora con las enseñanzas de que hay que guardar el cuerpo de las tentaciones del innombrable que predicaban la vecina de la tienda, el sabio conductor del taxi, el elegante presentador de televisión, qué dirán Oprah Winfrey, Jose María Aznar, Bernardo Abad, Arjona y los Chiriboga Uribe? Ahí estaba este llamingo, rodeado de japoneses, llucho pero, sobre todo, con la moral en pelotas.
A donde fueres haz lo que vieres. Entré a la zona donde estaba la primera piscina de aguas termales que se originan en las chimeneas volcánicas producto del rozamiento incesante y morboso de las placas tectónicas y continental del Cinturón de Fuego del Pacífico y pensé por un momento en el Hugo Yépez; solo un momento, malpensados. Como buen llamingo me lancé de una para sancocharme igual que el resto. Se hizo el silencio, el agua detuvo su retozo, los asistentes me miraron con ganas de meterme un tortazo en la torre, ni una gota se animaba a salpicar hasta que el llamingo saliera y se bañara. Y es lógico, pensé luego de que Javier me reprendió; a quién se le ocurre meterse a una piscina comunal con toda la mugre que andamos a cargar en el cuerpo y que sacamos de paseo  sin ninguna vergüenza.
Esa primera ducha se realiza en unos lugares especiales, porque los japoneses no practican la ducha vertical sino la ducha de traslación: regaderas con mangueras para trasladar la fuerza del agua por todas las esquinas del cuerpo, proceso que se lleva a cabo cómodamente yacentes sobre las asentaderas lluchas en vulgares bancos pika. Y ya, mi entrada al agua fue finalmente aceptada por la comunidad de japoneses desnudos y casi puedo decir que me convertí en uno de ellos. Había dejado la pestilencia del mundo se fue gracias a la ducha de traslación y yo estaba diáfano para el rito del onsen.
La siguiente lección tiene relación con la toalla. Uno entra a la piscina con una toalla y este llamigno hizo lo que ustedes harían, meterla en el agua, exprimirla y limpiarse el rostro, volver por el proceso una y mil veces porque, además, es bien alhaja exprimir un trapo. ¿Pero cómo se le puede ocurrir a una persona limpiarse el rostro, del que saltan como canguil las impurezas y después remojarle en la piscina diáfana donde la comunidad practica el rito de la limpieza del alma? A un llamingo, claro está. "Inmundicia asqueroza", como dirían Les Luthiers.
Pero entonces ahora sí tenía lógica que los cobañantes se pusieran las toallas en la cabeza que a mí, de entrada, me pareció un detalle estético digno de relevar, simpáticos estos "japonésidos", para citar a Mafalda. Es que la cabeza es lo único que se mantiene fuera del agua y la toalla que limpia las impurezas del rostro está fuera del contacto de la piscina de uso comunal. No, tampoco se puede meter la cabeza por completo al agua, las mujeres se recogen el cabello para evitar que roce con el agua que sigue ahí límpida, transparente, circulando todo el tiempo, humeante.
Ya con mi toalla en la cabeza, quietito y calladito como guagua después de travesura, después de la segunda regañada de Javier, pude ver el entorno. ¡Qué maravilla! Piscina de piedra, bambú alrededor y en el techo y el paisaje de una quebrada con los árboles vistiéndose presumidos de los colores de otoño, en un arranque dichoso de amarillos y rojos, más una cascada y su sonido. A no, me dije, estoy en el paraíso. ¡Además vestido de Adán! Hasta se me pasó por la cabeza cubrirme las partes pudibundas con una hoja, al puro estilo del cuadro La Expulsión de Adán del Paraíso, de un tal Masaccio, pero evite la travesura porque podía ser expulsado del onsen y sin redención posible.
A seguir desnudando ideas. Cuando los asistentes se sancochan demasiado se sientan en unas gradas fuera del agua y dejan solo las piernas al remojo. Ese fue de los momentos cruciales. ¿Y ahora? ¿Así no más? ¿Y con la toalla en la cabeza? ¿Y si me ven? ¿Y si les veo? ¿Y si me ven y les veo y creen que estoy viendo lo que no debo y piensan que soy un gaijin fisgón y me quieren expulsar de nuevo del paraíso? Fue horrible, ¿qué hago con mis ojos? ¡Dios, quiero ser protagonista del Ensayo sobre la Ceguera! Ver o no ver, he ahí el dilema. Ver a los ojos me parecía impropio, casi una indecorosa que terminaría en carga montón. ¿A dónde ver? ¿Más abajo de los ojos? Pues ese más abajo de los ojos tiene un límite que yo no estaba dispuesto a trasponer. La salida fue pensar en otra cosa.
Queda dicho que había que desnudar el pensamiento de manera que la siguiente constatación por la vía de la observación fue que los japoneses son lampiños. Salvo el oasis selvático del área que está un poco al sur del pupo equinoccial. Y yo que trataba por todos los medios pasar desapercibido encontré otra razón para sentirme observado. En ese momento la solución fue simplemente no ver y concentrarse en detalles 
Para terminar la experiencia en el onsen, había que bañarse. De vuelta al banco pika pero, luego del tiempo que tuve para la observancia cáustica y pormenorizada, supe que el servicio incluye shampoo, jabón, la regadera para el baño de traslación y un balde adicional. Ese sí es lavada a fondo. Léase literal, no hay cavidad, cráter, hendidura, pozo o profundidad que no sea lavada a conciencia.
Otra novedad, que me contó Mi Señora a quien le tocó ir a la zona de chicas con Náoko, el rostro no se les pone rojo. Cuando el llamingo se mete a esos calores la cara se vuelve del tono de una pelota de básquet, pero sobre todo las japonesas mantienen el inmaculado color blanco de su piel y ni siquiera una puerca gota de sudor se atreve salir corriendo por la frente marmólea de los rostros marmóleos. ¡Qué pieles! Son tan perfectas que no sudan. Al menos por la cara.
Y llegó el momento de vestirse. Justo cuando me estaba acostumbrando a que mi desnudez era igual a la del resto, en el momento en que sentía que el pudor se había ido por el caño.

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