El honor y la lealtad resumidas en 47 espadas

Estimados todos, especialmente importante este encuentro:

Es la era Edo. Japón está bajo el amparo de la familia Tokugawa. Ese shogunato gobierna por donde nace el sol y por donde se entierra. Desde hace siglo los Tokugawa están en el poder y han logrado, cuando el 1700 nace, pacificar el país, tras cientos de días en los que cientos de miles de japoneses murieron. El señor sogún ha pedido a dos daimios que se encarguen de recibir a los emisarios del emperador Higashiyama. Aparece en escena Kira Kotsuké. Un personaje tan nefasto que Jorge Luis Borges ha escrito esta historia con el título de "El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké". Incivil porque tiene la desvergüenza de escribir el prólogo de una historia de infamia que en el futuro será la relación de cómo se formó un ícono de la tradición japonesa.
Pero bien, los dos daimios corresponsables de un protocolo de semejante complejidad son Kamei Korechika y Asano Naganori, todos le conocen como el señor de la Torre de Ako. Le conocen tanto con este otro nombre que en el futuro se sabrá que fue "El incidente de Ako" para los historiadores o "Los 47 rōnin" para la memoria popular.
Japón está cerrado a cal y canto. Depende de sí mismo, de sus recursos, de sus hombres, de las espadas. Del honor y de la lealtad. El poder adminsitrativo está en manos de una familia, de un sogún, que domina varios feudos, llamados daimios. Cada daimio tiene su ejército formado por samuráis, al que se juntan campesinos, artesanos y comerciantes reclutados en el feudo cuando hace falta. Levitando sobre estas nimiedades terrestres está el Emperador, quien ejerce el poder religioso y moral del archipiélago. Es descendiente directo de los dioses fundadores del país. Nadie se atreve a mirarle a los ojos.
Kamei Korechika y el señor de la Torre de Ako han cubierto al maestro de ceremonias Kira Kotsuké no Suke de regalos para agradecer el favor de ser entrenados en el protocolo, pero el incivil Kira ha considerado que es muy poco para su vasta aristocracia y se está vengando. Siempre que puede les calumnia, les envilece por cada error que cometen. La instrucción es una colección de cuentas estridentes y, ante todo, injustas. Kamei Korechika decide terminar con la vida del incivil Kira Kostuke no Suke, pero un consejero hace una colecta y entrega las donaciones al insaciable Kira Kotsuké no Suke, quien se siente, al fin, honrado. El frenesí de Kamei Korechika se desinfla frente a la redundante pleitesía con la que actúa el instructor luego del pago.
El señor de la Torre de Ako es un samurái muy bien entrenado y hace gala de una paciencia que no se doblega. Es agraviado, denigrado, insultado, se atenta contra su honor con indirectas afiladas. Ese día de 1701 el incivil Kira Kostuké no Suke le pide de mala manera que le ate la cinta del calcetín que se ha desamarrado. Y luego se carcajea como lo haría frente a un zafio que procede con tanta chapucería en una tarea tan simple, según declama con una teatralidad injuriante. El señor de la Torre de Ako hace un movimiento veloz, saca la espada y provoca un corte en la frente del incivil Kira Kostuke no Suke; el siguiente golpe clava la espada sobre un pilar de madera, son segundos suficientes para que el insulso huya y su guardia prenda al señor de la Torre de Ako.
Tan rápido como fue posible se reúne el Consejo. El simple acto de desenvainar un arma en el palacio de un sogún es penado con la muerte. Se le condena a cometer sepukku (suicidio ritual, conocido como harakiri). Se confiscan su castillo y sus propiedad y se condena a sus samuráis a convertirse en rōnin, guerreros sin amo.
El mejor de sus samurái, Ōishi Yoshio, es nombrado padrino. En el patio central del castillo de la Torre de Ako se levanta una tarima, se cubre con fieltro rojo. Como cabe a las tradiciones, de la cuales no piensa desviarse el señor de la Torre de Ako -con la humildad que le sobra y que le falta al incivil Kira Kotsuke no Suke-, recibe un puñal de oro y piedras preciosas, declara públicamente haber cometido un delito, se desnuda lenta y ceremoniosamente hasta la cintura, se arrodilla, clava el puñal a la izquierda del vientre y corta con lentitud -y sin gesto ni puchero- hacia la derecha, donde lo hace girar. El fieltro rojo no deja ver la sangre, el rostro del samurái, lleno de honor y lealtad, pierde color lentamente pero no deja ir ni un suspiro de indignidad. Ōishi Yoshio corta finalmente la cabeza. El sepukku se ha completado.
En una montaña muy cerca de allí, los 47 rōnin no han asistido a honrar a su amo porque tienen un deber irrenunciable: venganza. El incivil Kira Kotsuke no Suke la olfatea y pide a su suegro protección. La casa es una fortaleza, alrededor de su palanquín zumba una colmena de espadachines y arqueros. Espías y agentes, de los más sabidos y avezados, le han alertado que Ōishi Yoshio es peligroso y hay que vigilar a sus amigos. El plan de los 47 rōnin es difícil, franquear las defensas del incivil Kira Kotsuke no Suke es un empresa cuyo resultado será 47 espadas caídas sin sentido. Si su amo fue paciente ellos lo serán más. El arma que derribará las defensas es el tiempo.
Se dispersan. Hay unos jóvenes de 16 y otros ancianos de 77 años, se esconden como artesanos, comerciantes, agricultores, deben demostrar con una cotidianidad aburrida que han bajado la espada y no habrá venganza. Ōishi Yoshio se convierte en asiduo de mancebías, cantinas y figones. Su vida relajada en exceso, su tapadera, le empuja al límite de divorciarse y enviar a su esposa y dos hijos menores de vuelta con sus padres. El mayor no quiere despegarse de Ōishi Yoshio. Vida disoluta. Es una jornada de desmadre absoluto, Ōishi Yoshio no tiene la fuerza para llegar a casa, el licor le vence en la mitad de la calle, donde se queda dormido. Pasa por allí
Satsuma, samurái de otro clan: «¿Es, acaso, este el consejero del señor de la Torre de Ako?», le reclama su proceder con fiereza «En vez de estar borracho, ¿no debería vengar a su amo…», le pisa la cara contra el lodo y le escupe «has deshonrado a los samurái».
Los espías y agentes del indigno Kira Kotsuke no Suke corren con la noticia donde su amo.

Antigua pintura que relata el final del "Incidente de Ako"
Lo que no ven es que otro samurái se casa con la hija del constructor de la residencia de Kira para obtener los planos y todos, con una u otra artimaña, consigue un dato más, una información pequeña y certera, que la envían en secreto a Ōishi Yoshio y vuelven rápidamente a su rutina de ciudadanos indefensos. El indeseable Kira Kotsuke no Suke se relaja, la memoria del señor de la Torre de Ako no le tocará ya, devuelve la mitad de la protección a su suegro. Los 47 rōnin ya no son ni la sombra de lo que fue su amo, las preocupaciones han terminado. Ha transcurrido un año y medio desde la muerte del señor de la Torre de Ako, sobre Edo (Tokyo) se precipita una inusualmente feroz tormenta de nieve. En un terreno baldío, alrededor de Ōishi Yoshio forman un círculo 46 rōnin armados, portan el estandarte del castillo de la Torre de Ako.
Mensajeros son enviados a las casas vecinas para informarles que el bullicio que vendrá no será provocado por un asalto sino por una operación militar de plena justicia, que se queden en casa, que no habrá incendios, que estarán seguros. Unos minutos más y el ataque es perfecto, han roto todas las defensas exteriores sin que ninguno de los 47 rōnin salga herido.

Estatua de Oishi a la entrada del templo de Sengakuji
Ōishi Yoshio descubre que tras una pintura hay un hoyo que le conduce a un cobertizo negro de oscuridad, donde tantea y da con el bulto del incivil Kira Kotsuke no Suke, a quien reconoce por la herida con la que su amo le marcó la indignidad. Se arrodillan todos a los pies del culpable de tanta deshonra y le conminan a cumplir con el rito de honor, el sepukku, el suicidio ritual. El incivil Kira Kotsuke no Suke se niega, se niega, vuelve a negarse hasta que no puede hacerlo más porque la misma hoja que usó el señor de la Torre de Ako para hacerse el sepukku le degüella; el indigno es tratado como un animal en los macelos. La cabeza se coloca en una cubeta. Los estandartes preceden la procesión de los 47 rōnin desde la casa del incivil y decapitado Kira Kotsuke no Suke hacia el templo donde está enterrado el señor de la Torre de Ako. El  daimio Matsudaira Suketoshi despliega sus fuerzas militares para proteger a la caravana, se ha formado una calle de honor, se hacen venias de admiración, de respeto. Pasan frente a la casa del señor de Sendai, Date Tsunamura, quien les pide que descansen y se alimenten. Luego, los 47 rōnin llegan al templo de Sengakuji, donde está enterrado su amo. Depositan la cabeza al pie de la tumba. Se ha cobrado venganza, se ha pagado tributo al honor y a la lealtad. Los 47 rōnin se entregan, los magistrados no logran deliberar y solamente un consejo de sabios del confucionismo encuentra el camino final. Los 47 rōnin cumplen la sentencia con el mismo coraje con el que se posaron frente al incivil Kira Kotsuke no Suke. En Sengakuji cometen el sepukku y se juntan al señor de la Torre de Ako, con honor y lealtad.
Parte de la tumba de los 47 rōnin en el templo de Sengakuji
Desde hace 300 años hay alguien que visita el templo y hace ofrenda a las 49 tumbas: a contar, la del señor de la Torre de Ako, los 47 rōnin y el samurai Satsuma, quien piso la cara y escupió a Ōishi Yoshio, el principal samurái del señor de la Torre de Ako. «Entendí mal tu estrategia, que fue la mejor de todas», reconoció, frente a la tumba de Ōishi Yoshio. «Hiciste lo que solamente un guerrero leal, con honor y sabiduría hubiera hecho», se desnudó hasta la cintura. «Hiciste lo que hace un samurái y vengo a expresarte mis respetos» y se hizo el sepukku. El prior del templo creyó justo enterrarlo junto a los 47 rōnin.

Posdata: En 2013 se estrenó una película con el mismo nombre de la leyenda, protagonizada por Keanu Reeves. Es un robo impertinente a la historia japonesa. Hollywood con frecuencia es un Rey Midas invertido, todo lo que toca lo vuelve mierda.

Les veo muy pronto.

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