Jorge Carrera, los haiku y los días de Japón (I Parte)

Este es un día especial y, como les había ofrecido, está listo el vino para servirse. Especial porque es la primera vez que esta publicación presentará un tema por entregas. Tomen asiento, ahorita les cuento los detalles. 

Que Octavio Paz, uno de los más grandes escritores del mundo, haya mencionado al poeta ecuatoriano Jorge Carrera Andrade en el prólogo de una traducción que realizó de un clásico de la literatura japonesa es un descubrimiento inquietante. Además, con una dosis adecuada de misterio.
Elementos que, se supone, son insoldables se juntan por un encantamiento del tiempo. Es un laberinto que provocó algunas angustias a pesar de que finalmente muestra una salida vistosas. Octavio Paz, Jorge Carrera Andrade, Japón, poesía.

La punta del ovillo está en la edición que hizo la editorial Atlanta del clásico de la literatura japonesa “Sendas de Oku”, escrito por poeta Matsúo Basho (se publicó por primera vez en 1689). En la edición en español (2014) el prólogo fue escrito por Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura.
En una parte de este estudio de introducción, el bate mexicano buscó el nivel de influencia que provocó la poesía japonesa en los poetas que escriben en español, especialmente de América Latina; además, dio la mayor importancia a los haiku: en su estudio, aparece el que considera un trabajo notable de su coterráneo, José Juan Tablada, con respecto al haiku.
(Es oportuno recordad que el haiku es un estilo de poesía cuya regla básica es respetar una estructura de 17 sílabas organizadas en la combinación 5-7-5. No pretende tener rima, tampoco título, se preocupa poco del autor y mucho de la calidad, y se escribe en el Japón desde hace siglos).
Octavio Paz escribió: “En la obra juvenil de muchos poetas hispanoamericanos de esa época, entre 1920 y 1925, es visible el ejemplo de Tablada. En México la lección fue recogida por los mejores: Pellicer, Villaurrutia, Gorostiza. Años después el poeta ecuatoriano Jorge Carrera Andrade redescubrió por su cuenta el haiku y publicó un precioso librito: Microgramas (Tokio, 1940)”.Unas metros más allá el ovillo comienza a mostrarse menos enrollado: el poeta ecuatoriano fue Cónsul del Ecuador en el puerto de Yokohama hasta 1941 y allí se conectó con la estética japonesa en niveles que son todavía imprecisos.
“El volcán y el Colibrí” es el título de la autobiografía que publicó Jorge Carrera Andrade en 1970. Hay un capítulo de lo relevante de su vida guardado para los días de Yokohama. La que sigue es la primera de cuatro partes en las que se dividirá la transcripción de la época nipona en la vida del poeta ecuatoriano.


Gomenasai*: tres años en el Japón

(…)
En espera de la nave que debía llevarnos al Japón, recorrimos San Francisco durante dos días y, prometiéndonos volver, nos embarcamos en el “Nita Maru” con rumbo a Yokohama, puerto de nuestro destino. El Océano Pacífico hizo honor a su nombre. En medio de un oleaje acompasado y manso, bajo el esplendor de un sol que se mostraba inalterable todos los días, navegamos durante dos semanas, deteniéndonos únicamente en Hawai, en un atardecer de marzo, resonante de tambores y oloroso a guirnaldas floridas que se colgaban sobre el pecho de los visitantes de la isla, como grandes collares de una condecoración del trópico y del amor. Los ukeleles salieron a recibirnos sobre la arena de la playa, en donde estaba servido un festín de frutas y pescados, en cuencos de corteza de coco, mientras grupos de mujeres jóvenes danzaban con el ritmo del oleaje, bajo las palmeras.
En el muelle de Yokohama nos esperaba una visión distinta: Solados, policías, funcionarios del Imperio, que deseaban hurgar nuestro equipaje y examinaban con curiosidad los letreros pintados en las cajas de libros. El ambiente era el de un país en guerra. Las privaciones y la inquietud se reflejaban en los semblantes y en las voces alteradas de los japoneses, aunque todos se guardaban de hacer alusión a las hostilidades con China.
El Consulado ad honorem del Ecuador en Yokohama se reducía a una mesa en la oficina del Cónsul General del Brasil. Sobre la mesa había una banderita ecuatoriana y un legajo de facturas y sobordos que el funcionario brasileño firmaba y sellaba con prisa. En plena tarea, me dijo con aire cordial y sonriente:
    –He tenido mucho placer en servir al Ecuador como Cónsul ad honorem. Su gobierno ha sido muy generoso conmigo, ya que en estos meses he ganado casi veinte mil dólares por concepto del porcentaje que me correspondía sobre los derechos consultares recaudados, que llegan a una cifra enorme. Como Usted sabe, el Japón ha inundado los países latinoamericanos con sus mercaderías, a un precio bajísimo, realizando lo que llaman los Estados Unidos un “dumping”, al que no ha escapado su país.
    –Felizmente para Usted…, le respondí, mientras pensaba en los dineros que había perdido el Fisco ecuatoriano y en el extenso viaje que yo me había obligado a hacer -ir a América para llegar a Asia- con el fin de que mi traslado costara lo menos posible al Gobierno. En mi mente llevaba grabado el texto del cablegrama del Canciller de la República, en contestación al que yo le había enviado, transmitiéndole la tarifa de las naves que surcaban el Mediterráneo con rumbo a los puertos asiáticos. “Si tan caro, mejor abstenerse” me había cablegrafiado el Canciller, sin importarle el tiempo y las sumas considerables que se perdían, obligándome a tomar una ruta distinta, más dilatada y económica, por los Estados Unidos y el Océano Pacífico.
No fue fácil instalar el Consulado General en una casa apropiada; pero, finalmente encontré lo que buscaba: una amplia mansión rodeada de un parque, sobre una altura desde la cual se contemplaba la bahía de Tokio. Una aya japonesa cuidaba de mi hijo. Un cocinero chino preparaba sus sorpresas culinarias. Un portero, una sirvienta y el chófer completaban el personal de la casa.
El Japón fue para nosotros la revelación de un mundo ignorado. Desde el primer día nos atrajeron las costumbres niponas. El país limpio y lleno de color, como recién pintado, era un encantamiento de los ojos. El aspecto enigmático de las gentes se atemperaba con una permanente cortesía que no llegaba, sin embargo, a ser amabilidad. La sonrisa parecía formar parte de la palabra, ya que toda conversación, aún la más breve, se llevaba a cabo siempre entre interlocutores sonrientes.
Al principio, a llegar a Yokohama, ciertas particularidades de la población despertaron vivamente mi curiosidad. El color cobrizo de la piel, la manera de andar, la confirmación (sic) del cuerpo, el sonido del lenguaje y hasta ciertos detalles del vestido, eran similares a los de la población indígena de los países andinos de América del Sur. “Anatawa nihongo walkarmisaka?” (sic) me había preguntado un funcionario de aduana, y mi primera impresión fue la de que me hablaba en lengua quechua. Me pareció encontrarme en una “gran ciudad chola” y esto vino a sumarse a los factores favorables que contribuyeron a despertar mi simpatía por ese país.
El Consulado contaba con un empleado japonés, Kawamata-san, hombre de unos treinta años de edad, a la vez mecanógrafo, traductor en español y encargado de la conservación de los archivos. Todas las mañanas, con la última campanada de las nueve, Kawamata-san abría la puerta de la oficina y daba comienzo a su tarea diaria. Su puntualidad era digna de encomio. Para manifestarle mi complacencia por la forma en que había llevado a cabo su trabajo, con buena voluntad y sentido de orden, le pedí viniera a almorzar el domingo en el seno de mi familia, invitación que aceptó con aire confuso, cuya significación yo no comprendería sino más tarde.
El almuerzo dominical comenzó en una atmósfera agradable. Después de una conversación informativa y cordial y de algunas palabras de cumplido por la magnífica presentación y exquisitez de un pescado sin espinas, encerrado en un bloque de gelatina de color anaranjado, Kawamata-san saboreó en silencio dos pastelillos que había depositado la sirvienta japonesa sobre su plato, de la mejor porcelana de Imari. Creyendo interpretar los deseos de mi invitado, hice una señal a la sirvienta para que pusiera un tercer pastelillo en el plato vacío, mientras yo decía:
    –Kawamata-san, sírvase otro pastelillo.
El empleado japonés se conturbó visiblemente, masticó desganado el tercer pastel y, levantándose, me pidió permiso para retirarse. Extrañados de ese gesto, mi mujer y yo nos pusimos igualmente de pie y le preguntamos con amabilidad si se sentía mal, autorizándole para que partiera. En la tarde, comentamos el caso sin encontrar una explicación plausible.
Diez campanadas sonaron en el reloj de la oficina, a la mañana siguiente, sin que se presentara Kawamata-san. Su ausencia se prolongó todo el día. Supusimos que se hallaría atacado de gripe o de cualquier otra dolencia pasajera. Pero, dos días después, sin noticias de ninguna clase, decidí llamar telefónicamente al hotel donde se hospedaba Kawamata-san, según el apunte que encontré en el libro de direcciones del Consulado General. El empleado del hotel contestó lacónicamente: “Kawamata-san ya no se hospeda aquí. Dejó el hotel hace tres días sin avisar su nueva dirección. Gomenasai.
Nunca más volví a saber del empleado ejemplar. Me preguntaba yo si había sido tal vez llamado a las filas y se había alistado en el ejército imperial que cumplía en China la misión de resolver “el incidente” con todo el peso de su maquinaria militar, cuando sucedió algo que hizo cambiar radicalmente mis suposiciones. En conversación animada con mi nuevo secretario japonés, Manabe-san, al contarle algunas de mis experiencias en su país le expresé mi sorpresa ante el comportamiento inexplicable de su antecesor, después de haber recibido, como prueba de confianza de mi parte, nada menos que un almuerzo amistoso.
    –La invitación a un empleado inferior en el Japón quiere decir despido, me explicó Manabe-san.
Tal respuesta me dejó absorto, e insistí:
    –Pero yo no quise darle ese significado al almuerzo y procuré atender a mi secretario de la mejor manera, valiéndome de pequeños detalles que mostraron mi deferencia, como por ejemplo, hacerle servir tres pastelillos en su plato.
Manabe-san se quedó mirándome embobado y balbuceó con un gesto de terror:
    –Mikire…Tres pastelillos significan la condena a muerte del invitado.
En un segundo apareció en mi mente la figura misteriosa de Kawamata-san ejecutando la ceremonia ritual del harakiri y manchando de sangre su yukata o kimono casero. ¡No es posible -grité- que yo haya hecho semejante cosa! Sería una monstruosidad despedir y condenar a muerte a un empleado inmejorable. Kawamata-san debió tener en cuenta mi desconocimiento de las costumbres del país. ¿Acaso no tenía ningún valor la vida humana en el Japón cuando se la podía suprimir por un motivo sin importancia? Todo eso era contrario a la civilización. Manabe-san se esfumó ante mi voz que subía de tono y mi actitud de hombre desesperado. Solo un año más tarde, por obra del azar, supe que Kawamata-san, como miles de japoneses de su edad, incapacitados para el servicio militar, se había embarcado para el Brasil, con una colonia de agricultores, atraído por los altos salarios y la vida al aire libre, en la tierra de la gran vegetación.



* Expresión de cortesía, con la que se pide la indulgencia del interlocutor.

Hasta aquí la primera parte. Estoy con ustedes en unos días para seguir con esta historia.

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