Cuatro tipos de tokiota y un suspiro

Vengan, bienvenidos, creo que podemos tener una jornada diferente.

Hace algún tiempo que esta bitácora tomó los derroteros del periodismo y dejó la visión personal para privilegiar la información contrastable. Pero me propongo volver a los orígenes. Ustedes dirán cómo me va.

Mirar a la gente pasar por la calle es una manera muy eficiente de ejercer la crítica maliciosa e inofensiva. Lo hacen los escritores que crean éxtasis del idioma como “el encono de miradas perplejas que menguan ateridas por la pusilánime resilencia de....”, o algún otro bodrio. Lo hacen los desocupados y quienes quieren usar el derecho de divertirse gratis a costa de los defectos de sus congéneres. Más divertido todavía es mirar a las personas que emergen desde las profundidades del sistema de subterráneo de Tokio.

Los apurados, es un género que debe ser tratado como tal, aparecen siempre primero pero no por eso son más importantes que los desocupados que sacarán la cabeza al final de cada oleada, los que están de cacería de ilusiones. Los apurados son personas que tratan de hacer notar que su tiempo es más importante que el de los otros, pero sabemos que en el fondo tienen miedo que les sancionen si no cumplen a tiempo con los objetivos planificados: se fruncen cuando alguien que va adelante caminado desapacible, son diestros en pasar de lado por resquicios imposibles, no tienen empacho en saltar, agacharse, flexionarla y contorsionarse con tal de no perder la velocidad con la cual convive su tiempo, que es valiosísimo. Generalmente visten con traje negro y camisa blanca, la mayoría son salaryman. No pueden perder un minuto de tiempo y nunca saben a qué están atrasados. El apurado va rápido porque debe hacerlo, podría no hacerlo y no perdería nada. La víctima de menos velocidad que tiene la mala fortuna de estar delante sentirá un sofión poderoso, el apurado hará sonar los tacos de los zapatos en exceso y hasta el roce de la tela del pantalón sonará a una amenaza y persistirá en ella hasta que le cedan el paso o hasta que tenga una inimaginable oportunidad de pasar sobre su víctima. No hay nada que odien más que alguien que no es como ellos camine más rápido, un japonés aborrece que un extranjero pueda caminar a mayor velocidad, deseará convertirse en samurái y resolver el desafuero por vía de un acero brillante. Los apurados no tienen edad, pueden ser hombres y mujeres, esta condición se adquiere luego de terminar la universidad.


Puede ser que los personajes que más estorban a un apurado sean las señoritas mariposa. Generalmente son dos, usan vestidos exactos que suelen ser estampados de pequeñas flores, medias de mediotobillo rematadas por encajes, zapatos que se erigen sobre unas aparatosas plataformas de caucho y cuelgan de los bolsos enormes cuánto ícono haga falta para que se note que son de la tribu de las señoritas mariposa. Mariposa porque revolotean sobre la realidad, viven en la periferia del mundo real, actúan como si nadie más habitara el planeta y sobre el cielo no flotaran nada más que sus pensamientos acerca de lo plácido que es habitar en las montañas de Heidi (sin señorita Rottenmeier). No hay nada que les perturbe, han de permanecer calzadas una sonrisa empalagosa así les esté pasando por encima un tifón. Es un misterio que la ciencia no ha sabido discernir de cómo aparecen y por qué desaparecen, solamente están allí, llevando la vida sobre una nube mientras el resto de ciudadanos les acusa en silencio porque les toca tragarse lo más amargo de la realidad. Solo se escucha de ellas la risa, que pasa como el aleteo de una mariposa sin suficiente sustancia como para dejar una marca mínima en el recuerdo. 

Podría ser aparatoso un encuentro inesperado entre las señoritas mariposa contra las langostas, pero ni las primeras se dejarán jalonear contra la realidad ni las segundas se detendrán reflexivamente para entender lo que pasa. Las langostas son una peligrosa mezcla entre los apurados y señoritas mariposa, con una dosis controlada de yakusa y algo de "ATeam". Cuando mire un grupo de mujeres ancianas juntas en plan de escapada es mejor que se haga a un lado, todos lo hacen, hasta quienes en un ataque de euforia heroica les enfrentaron con gallardía se alejan con diligencia; las langostas son imparables. Se fijan un objetivo y no son capaces de razona sobre nada que esté fuera de la meta, que generalmente es proteger a la mayor del grupo, así las menores tengan edades que oscilan entre los 75 y 85 años. Es una defensa en mal plan. Si suben al tren y hay un solo asiento libre tumbarán a todo aquel que intente tomarlo hasta que la protegida se siente sobre él, inmediatamente le rodearán, le ofrecerán agua, le secarán el sudor. Eso sucede en todas las actividades que decidan realizar: visitar un templo, ir al teatro, caminar por la calle. Cuando llueve, se verá un grupo compacto de paraguas que se mueve a un solo ritmo y en la misma dirección, la amparada del grupo irá en el centro perfectamente protegida de los elementos y se verá salir volando a otros zánganos que intenten la osadía de caminar por la misma acera. Las puntas de sus paraguas son armas asesinas cuya eficiencia haría temblar a los ninja. Parece ser que las mujeres ancianas cuando se juntan son poseídas por un espíritu mordaz, se nota que están potentemente estimuladas y eso les hace perder la perspectiva de que viven en un mundo que no es necesariamente la extrema maldad de Mad Max; que las otras personas, muy a su pesar, si respetarán sus derechos sin tanta violencia implícita. Las langostas son la muestra de la muy japonesa y justa necesidad de pertenencia al grupo, pero llevada al paroxismo. Es la solidaridad convertida en una tira cómica.

Entre la tira de personas que forman el abanico de diversidad de una sociedad cosmopolita que habita una megalópolis como Tokio hay de todo. Valga resaltar que en las sociedades occidentales lo que se sale del estatus es lo extraordinario, quien no es igual al resto dentro de ciertos límites llama la atención. Una de las características que les es común a los tokiotas es que todos son diferentes, todos se salen del promedio, hasta se podría afirmar que todos son raros y, en el fondo, lo que sucede es que cada quien actúa como quiere y la sociedad no tiene la costumbre de ir poniendo etiquetas con adjetivos calificativos como si fueran las condecoraciones de un militarote gringo. No llama la atención el que aparece con pantalones capri de terciopelo verde perico, como tampoco es digno de admiración y comentario la mujer que se confunde con un extraterrestre de tantas prendas que le cubren para protegerse del poderoso sol de verano. Todos ellos son los normales habitantes de un Tokio lleno de extraños.

Pero quienes si tienen un lugar privilegiado son los miembros de la tribu de Aminomies: A Mí No Me Importa El Sistema. Como está claro que la manera de vestir no es una muestra de identidad, son quienes asumen actitudes de enfrentamiento con las normas escritas y las costumbres implícitas. Si todos caminan por la izquierda ellos (y ellas) han de ir por la derecha y han de buscar un enfrentamiento que no sucederá. En la práctica, harán demostraciones visibles de su desprecio por la manera como funciona el Japón, pero tener una disputa literal será un asunto extremadamente fortuito (los japoneses rehúyen los enfrentamientos). Los Aminomies no harán fila en la parada del bus, se sentarán en los lugares destinados para los ancianos en los trenes, fumarán en lugares no designados, cabalgarán impertérritos sobre el corcel de la desobediencia a pesar de que nadie responderá a sus desafíos y de que el sistema no cambiará. Son de aquellos personajes que retan al status quo hasta un límite, porque saben que si el sistema cambia ellos se quedarán sin discurso y sin manera de ser llamativos. Los Aminomies soltarán un par de sinvergüencerías con voz estridente contra las señoritas mariposa, evitarán por todos los medios que un apurado se apure, pero ni ellos se atreverán a entrar en el territorio de las langostas.

Probablemente los más chistoso que se puede ver a la salida de una estación de subterráneo son los turistas. Es posible afirmar con evidencias que los gestos bobos son incontables. Son personas que salen de un subterráneo con cierto alivio, porque lograron evadir las celadas del monstruo marcado con una gran M azul y que responde al nombre de Metro de Tokio, y aparecen a la luz de un día refulgente sobre la piel de una ciudad que marcha a todo tranco y con una pesada carga de ignorancia absoluta porque toda la información que vieron hasta ese momento está en un idioma incomprensible. La pareja de jubilados europeos han subido el último escalón y se detienen hasta resolver para qué lado tomar: una tropa de apurados les sobrepasan rozando sus brazos a una velocidad que hace que una brisa les pinte el rostro; tras ellos, un grupo de langostas pasa empujándoles y los desplazan a la fuerza a un lado de la puerta de acceso, pero no pueden moverse mucho más porque unas señoritas mariposa están enviando mensajes por sus rosados teléfonos móviles y un Aminomies les codea sutilmente y les susurra un "bakaaaaaa", antes de seguir con paso iracundo.
Si soportan esa prueba tenaz, créanme, van a adorar por siempre a Tokio. 

No se pierda, tenemos que vernos de nuevo.

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